martes, 15 de septiembre de 2009

JAQUE AL RATON CUENTO

Jaque al ratón

por Liliana V. Blum


Publicado anteriormente en Revista Horizontes (Publicación de la Fundación para la Educación del Colegio Hebreo Maguen David).


Because you saw me in your image,
because you favored me,
you punished me.
Erica Jong, “Mother”



No me digas que vas a salir así, dice mamá desde la sala, con las manos en la cintura. mirándome de arriba a abajo. Tengo la mano en la perilla de la puerta. Podría simplemente decir que sí y dejarla con la palabra en la boca, pero permanezco inmóvil y pregunto: ¿Qué tiene de malo mi ropa? Mi presión sanguínea aumenta mientras espero su respuesta, unas cuantas palabras que pueden arruinarme la tarde o lanzarme a una depresión de varios días. Pero ella le gusta irse por las ramas antes de lanzar la bellota que dará justo en el blanco. Nada, es sólo que a algunas mujeres les gusta vestirse bien para sus novios. Arqueo la espalda igual que un gato acariciado a contrapelo. No voy a ver a mi novio, contesto sin poder esconder mi malestar. Hace casi un año que terminamos y ella lo sabe. Incluso comentó que a mi edad, tal vez sería mi última oportunidad para no vestir santos. De todas formas, creo que te deberías de poner otra cosa. Mi madre se amarra el delantal y me dedica una sonrisa condescendiente. El olor a galletas horneadas invade la planta baja. No hay mejor cocinera que mi madre. Sus postres son el cebo en la ratonera para atraparme y luego decir: si yo tuviera tu cuerpo, no comería tanto. En nuestro ajedrez, ella sabe mover las piezas mejor que yo. Su estrategia es felina; nunca se sabe cuándo vendrá el rasguño. No te lo quería decir, pero con ese pantalón se te ve la cicatriz, dice antes de volver a la cocina. ¿Por qué me detuve a escucharla? Supongo que no hay otra respuesta que mi estupidez umbilical.
Mi cicatriz, esa oruga blanca, se deja ver cuando los pantalones están más abajo de la cintura. Mi madre ha dicho antes que ese corte no me favorece, pero ahora se refiere a ella y no a la parte que sobresale de mis caderas. Lo sé porque sus pasos de vuelta a la cocina imprimen un poco más de fuerza al piso. Una de las muchas cosas que mi madre no puede tolerar es la certeza de haberse equivocado y creo que en el fondo piensa que con mi hermana y conmigo se equivocó: si ella es la capataz de su propio cuerpo, entonces la responsabilidad es suya. Yo trato de no referirme a ese par de piernitas como mi hermana, pero a veces no puedo evitarlo, pues es cómo ella la llama las poquísimas veces que se atreve a mencionarla. Así como toda mi educación sexual se redujo a una breve plática sobre la menstruación precisamente el día que comencé a sangrar y pensaba que moriría en cualquier momento, la noticia de que tuve una hermana llegó así de inesperada, escueta y demoledora. Supongo que mi madre se levantó una mañana y decidió que era un buen día para lanzarme a la cara que la cicatriz en mi baja espalda era todo lo que quedó de mi gemela parasítica. Lo dijo así, como si el término fuera algo del dominio público. Sin querer vino a mi mente la imagen de la lombriz en la caja del desparasitante que el pediatra nos recomendó tomar una vez al año. Antes de que yo pudiera hablar, dijo que mi padre y el médico habían tomado la decisión de sacrificar a mi hermana. Pero ella jamás había estado de acuerdo. Tu vida nunca estuvo en peligro, dijo mirando más allá de mí. Quise preguntarle más, pero algo oscuro y perturbador comenzó a formarse tras sus ojos, y no me atreví. No volvimos nunca a hablar de ese tema de forma abierta, pero eso no evitó la cicatriz saliera a relucir veladamente varias veces en el futuro.
Voy a la cocina y la veo sentada, mirando la taza de café negro sobre la mesa, sin atreverse a comer sus propias galletas. Que yo recuerde, mi madre siempre ha estado a dieta. El maquillaje que lleva cubre al tiempo los restos de su antigua belleza y la frustración de los años. Jalo una silla para sentarme frente a ella. La mesa es nuestra trinchera. Tomo una galleta y la engullo de un bocado, sin poner atención a las migajas que caen sobre mi blusa. Sé que eso la vuelve loca, pero guarda silencio. Eso no era mi hermana, eran sólo un par de piernas que salían de mi cuerpo. Yo misma ignoro si mis palabras son un reproche, una explicación o una apología. Ella levanta la vista, pero no dice nada. Me obligo a seguir: Si no me las hubieran quitado hubiera terminado trabajando en un circo. No le menciono que los últimos años no he hecho otra cosa más que investigar todo lo posible sobre gemelos parasíticos. Tampoco le digo que sin cabeza no hay cerebro y sin cerebro no hay nada, ni alma. Mi madre da un sorbo a su café, sosteniendo la taza con ambas manos y noto que le tiemblan imperceptiblemente. El humo asciende frente a su cara, como un comercial de Nescafé. Levanta la vista y me mira como si no entendiera de lo que hablo: siento que mi rostro comienza a encenderse. Si estás sentida porque te hice un comentario sobre tu ropa, discúlpame. Hay cosas que simplemente no te favorecen.
Después de tantas vueltas sobre el tablero de ajedrez, este ratón se da por vencido. Todo lo que mamá no dice hace que la cicatriz se convierta en lo que yo no soy ni seré jamás. Me ruedan las lágrimas. Voy a ponerme un pantalón que cubra bien mi cintura.

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